Perdón por las ausencias

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Ya conté que estoy en tiempos raros, en horas bajas. Mi trabajo y mis múltiples obligaciones me han tenido sin tiempo ni ganas durante esta semana, y no estaba el aire propicio para estampar mejillas o escribir pensamientos que requieren un cierto grado de reflexión, calma e introspección.

Mañana viajo a Madrid, la ciudad de mis sueños. Pese a que cada vez los he dado más por perdidos: casi todas mis ilusiones se quedan desnudas sin sentido, ante la vida implacable, la implacable vida que me ha machacado hasta dejarme vacío.

Pese a ello, preparo mis auriculares para escuchar música, indolente y perezoso mientras pierdo la mirada por la ventanilla del AVE; cargo baterías, preparo la mochila, trato de gozar al máximo la soledad, de recordar, casi imaginar, el aroma tenue y sutil de la esperanza perdida, seguir el rastro de lo que pudo haber sido, la añoranza de no vivido.

Y luego la marea, el tráfago, la insoportable levedad de todo lo que nos rodea, esa pretenciosidad envuelta en chaqueta y corbata. Las artificiales costumbres y vacuos usos sociales. Y luego el metro y otra vez de vuelta a casa, a la rutina, al hábitat de la desesperanza, a la tristeza continua y contenida.

Sigue pendiente una historia que se ha deconstruido, y que no tiene ni origen ni destino ni destinatario. Como las botellas que lanzo al océano cuando tengo ganas de llorar.

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