Going home

Cómo te digo, Diego Ojeda

El público se lo estaba pasando pipa hasta el momento. El escenario estaba a oscuras, pero cuando Sonriza tocaba con su guitarra, las luces se encendían y se veía el maremágnum de piratas acechando a Jafar, que ya había perdido la montera y se cuadraba con el estoque.

Pero la música… Sonaba una melodía subyugante, preciosa, que salía de la guitarra de Sonriza, sincronizada con las luces. Y, por suerte, Jafar no podía cantar, ya que debía huir de los piratas. El espectáculo, desde fuera, era delicioso.

Jafar estaba arrinconado contra el decorado del palo mayor, y los piratas no se habían fijado (todavía) en Sonriza. Los fogonazos daban una sensación estroboscópica, irreal, y de vez en cuando caían chispas de los focos.

Entonces Sonrisa activó el guiado láser de su peineta, y un rayo verde marcó en la oscuridad el calcetín objetivo en la pata de palo. Cogió un botijo del decorado, se lo tiró a Jafar a la cabeza y, cuando se giró, algo cabreado por cierto, le indicó el láser de la peineta.

Entonces Sonriza comenzó una música más lenta y melancólica, con mucha menos luz. Ahora había menos luz, y láser verde como un hilo en el laberinto. Sonriza echó el ojo y vio que Jafar ya no estaba. Preocupado, lo buscó con sus gafas de infrarrojos marca Acme, y lo vio reptando por entre las patas piratas hacia el objetivo.

Pero el pirata se había dado cuenta del láser que apuntaba a su pata, y comenzó a huir, aunque a ciegas por la falta de luz. Y Jafar lo seguía, pese a los pisotones.

Lo que daría yo ahora por la mochila de Jafar.– pensó Sonriza. –Seguro que llevaba aceite de oliva, o grasa, o algún lubricante (Sonriza hizo una mueca de disgusto), para hacer el escenario resbaladizo que impidiera que este hombre pudiera huir.– Pero no tenía nada a mano, así que cambió el ritmo de la música. Y empezó a tocar remember: Don’t you (forget about me) (ya que puedo elegir 🙂 ). Un foco iluminaba por detrás a Sonriza, dándole un aspecto fantasmagórico, y los focos empezaron a explotar al ritmo de la canción.

Jafar seguía gateando como un gato mientras los piratas lo buscaban, y el pirata del calcetín, deslumbrado, se cayó por el foso de la orquesta y se encajó en la tuba, con las dos piernas pataleando al aire. Jafar cayó sobre el timbal, rebotó y, en el salto, agarró el calcetín.

Lo tengo– gritó a Sonriza, mientras seguía rebotando en el timbal. Sonriza lanzó un tremendo riff final que fundió todas las luces.

Tiró la guitarra al suelo y encendió el turboreactor personal, que churrascó las barbas de todos los piratas mientras pasaba cerca de Jafar. Del liguero sacó una pistola de garfios, y la peineta se convirtió en un casco estilo Arenita. Jafar, desesperado, se agarró a sus tobillos mientras subían hacia arriba, atravesaban la amplia cristalera y salían hacia el cielo de Roma.

No mires hacia arriba, descarado.– dijo Sonriza, mientras trataba de orientarse en Roma y ver dónde aterrizaban. Con el peso extra del cuesco de Jafar, quedaban 30 segundos de vuelo.

Ya lo tengo, Jafar.– dijo Sonriza mientras iba hacia una ventana abierta en un enorme edificio blanco. -Agárrate, que aterrizamos.

El aterrizaje fue algo violento, sobre todo para Jafar, que terminó espachurrado contra la pared. Sonriza hizo una finta y se posó suave, elegantemente sobre una mullida alfombra mientras el turborreactor se apagaba con un quejido. Como la gran dama que era. Habían aterrizado en un dormitorio, y en la cama del mismo se incorporó un anciano que, encendiendo la lamparilla, se puso la dentadura.

Hombre, Francisco. ¡Cuanto tiempo sin vernos! ¿Qué tal tu mujer, digo, tu sobrina?– Sonriza dejó escapar una risita. –¿Te acuerdas de aquel favor que me debías? Pues necesito que me lo devuelvas. Pronto. Ya.– dijo Sonriza con un deje de preocupación.

Francisco no dejaba de mirar a Jafar, vestido de torero hecho jirones, espachurrado contra la pared y con un calcetín entre los dientes. –Este sujeto, ¿va contigo o llamo a la Guardia Vaticana?– dijo mientras descolgaba el teléfono rojo.

Viene conmigo. En realidad– exhaló un suspiro –es mi compañero. Y necesitamos salir de Roma urgentemente.

Francisco se puso una túnica ninja blanca, se encajó el solideo y, mientras pulsaba un interruptor de un ascensor con el cartel «Catacumbas», dijo solemnemente:

Al Papamóvil.

(Continuará)