El abrazo del erizo (y 3)

en
Aunque tú no lo sepas, Quique González

Así estoy yo sin ti

Vis a vis, Leiva

Ahora mismo soy un Fort Apache, con las empalizadas erizadas de flechas, las puertas abiertas y humeantes. Un castillo que ostenta sus desdentadas murallas, que esconde tras ellas sus miserias, sus desvencijadas calles y estancias, decrépitas, abandonadas, silenciosas, desiertas de corazones, almas y cuerpos. Un avión derribado, en medio del desierto, comido por la arena y la soledad. Un barco fantasma, digno hijo del Holandés Errante, carcomido y agujereado por las balas de cañón y, pese a todo, a flote. Un enorme gigante de hierro capaz de todo, con el corazón herido de un niño que tiene todavía miedo ante la noche.

Siempre imaginé ser un barco en la niebla, haciendo sonar (¿soñar?) la sirena, en busca de otro barco, de otro puerto donde atracar, una noche infinita sin calor, navegando como un autómata.

Me salta en la memoria los balazos en la catedral de Sigüenza, historias no contadas mientras paseas ajeno a un futuro que se ha derrumbado, al igual que tu vida.

Ahora he perdido Madrid, el aeropuerto y la esperanza. Rebusco en el equipaje cualquier objeto que me recuerde a ti. Intento reconstruir la muralla que tapone la herida, el chorro de vida que se me escapa sabiendo que voy a morir, y aun así lo sigo mirando, incrédulo, resignado, consciente de que la vida es un 99% de cabeza y un 1% de corazón. Quizá ahí esté el error, en no invertir los términos, en no meter los dedos en el enchufe y los pies en el frío suelo.

No queda sino batirse.

Y lo peor es que, tras tanta sangre vertida, derramada, tras tanto dolor y tiempo y certezas, sabes que puedes resistirlo, apretar los dientes y volver a morir, volver a perder el universo otra vez, como Kipling, y ser otra vez el despojo de hombre que ansía quedarse, sin preguntas, a tu lado. Nada más.

Nada más, Los Secretos

Un historia de Alvite

Una historia de Alvite, Ismael Serrano

La vida. La puta vida. No me perdono el haberla vivido de esa manera, el tener tantas heridas, la mayoría en silencio, que acabas viendo Matrix. Te sientes solo, incomprendido, derrotado, embrutecido. La realidad te hace gritar a los demás, ciegos en un mundo de cuentos sin sentido, sombrajos que la vida derribará con el soplido del lobo. Y tú, resignado a la cornada, incapaz de detenerla, mudo para el resto del mundo, un hijo de Frankenstein que sueña con recoger flores.

No son buenos momentos. No es momento de mojar la pólvora, pero ya he hincado una rodilla en tierra. Te resignas a morir, a renunciar a la gloria, a admitir que tenías razón, que nunca te equivocas.

Es mi maldición: nunca me equivoco. Hasta cuando sueño que todo va a ir bien, sé con total certeza qué está ocurriendo, qué aciago destino tenemos escrito en nuestras vidas. Nos alcanzó la mala suerte y, pese a ello, no me arrepiento. Porque fue el color del trigo, porque justo antes de amanecer todo fue perfecto, y creí de corazón que podía ser.

Sí. Es muy duro no equivocarse nunca.

O estoy equivocado. Casi seguro que lo estoy. Quizá debí haber pensado menos, quizá… quizá… No sé qué decir en estos momentos. Llorando por lo que debió haber sido.

No diré, Andrés Suárez

La última vida de un gato

De haberlo sabido, Quique González

Es lo que tiene la vida: siempre te enseña algo. Sabía, esta vez, que las heridas serían mortales. Pese a ello, salimos al encuentro de la muerte. Era lo que se debía hacer.

Ahora queda la más absoluta destrucción, la sensación de tener que recoger los escombros de lo más bello, la certeza de que hemos disparado nuestra última bala, de que hemos vivido la última vida de este gato, hipotecado hasta los bigotes. Ahora ya no queda nada, absolutamente nada. Ni siquiera la esperanza se quiso quedar a tomar la del estribo conmigo. Estaba escrito.

Dije que nunca me equivoco, y puede que sea así, pero me equivoqué. Me equivoqué tanto que sigue doliendo, pero me equivocaría otra vez. Volvería a saltar al vacío, haría todo diferente, con la certeza de que el resultado sería el mismo porque la pena siempre estuvo ahí. Me equivoqué tanto que duele, aunque duele no saber qué hacer para verte sobre mi cama, para que traigas la paz. No tengo forma de saberlo.

He muerto y he resucitado

Pero a tu lado, Los secretos

Sigo sin saber qué hacer. Sigo sin saber dónde está la solución, al menos de corazón.

Toca ahora, pues, coger el manual para hundimientos generalizados, y aplicar las ordenanzas a rajatabla. Empuñar el arado o la espada, seguir soportando el mundo y esperar que dé, de nuevo, una vuelta completa, y todo vuelva a alinearse, tu corazón y el mío, si es que todavía sigue vivo.

Aprender de los errores. Algo que nunca consigo, nunca consigo hacer lo que dice el manual y me dejo llevar por el instinto. Una tras otra, las embestidas de la vida, inadvertidas, deletéreas, diezmaron nuestras tropas, barrieron las cubiertas, dejaron al triste gigante de hierro desnudo otra vez. Sólo una persona lo vio venir. Lo siento. Parece ser que ése fue siempre el error. No valorarse lo suficiente hace que los demás vean una imagen en el espejo de ti que nunca existió, que acabó matándote.

Hay caminos que deben recorrerse para morir en ellos. Porque valen la pena, porque sólo se vive si mueres un poco todos los días, si te entregas en cuerpo y alma a las balas y al dolor.

Se me han acabado las fuerzas hoy. Mañana será otro día.

Volver a ser un niño, Txetxu Altube

Epílogo

Ser el que era, Luis Ramiro

Volvemos a arrancar este blog, esta bitácora, este vómito del alma. Volvemos a tratar de ser lo que somos:

A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar de que no tenemos ahora el vigor que antaño movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos: un espíritu ecuánime de corazones heroicos, debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida a combatir, buscar, encontrar y no ceder.

Ulyses, de Tennison

No renuncio a encontrarte, no renuncio a ser el que era, no renuncio a mostrarme como soy y a buscar la paz a tu lado, si tú quieres. Mientras tanto, soñaré con la paz. Hasta mañana.

Si quieres, Dani Flaco