Yo era un avión derribado en el desierto, una ciudad perdida comida por la selva. Era un soldado en tiempos de paz, devorado por mis miedos. Un sediento en busca de la fuente de la eterna felicidad, un funcionario cansado de estampar sellos, el chico triste de 5ºB, el último rompeolas donde se detenían las tormentas, un domador de monstruos interiores, un funambulista del deseo incomprendido, un yonki de los sueños imposibles.
Así, creía que buscaba algo pero, en su lugar, deambulaba por el mundo con mi cinto y mis pistolas de juguete que me trajeron los reyes, con la esperanza de que las balas detuvieran ese mundo de dolor y pena, mientras caminaba buscando alguien que respondiera a mis preguntas.
Cuando te encontré no hubo manera de detener aquella cascada de lágrimas, esa sensación de haber llegado ya a la última estación; de que, por fin, el cielo me mandaba la señal que buscaba en las estrellas. Nunca te pregunté qué eran para ti las estrellas, si disparos en el cielo, hogueras de campamentos, almas que nos miraban desde o arriba o titanes gravitatorios en un infierno de hidrógeno. Tampoco lo había pensado yo, a quien las estrellas guiaron su vida, con permiso de los aviones.
Y me dejé caer. Abrí las puertas de mi castillo y saqué al son todas mis cicatrices; me olvidé de sujetar a mis monstruos y me eché a correr ladera abajo como quien quiere sacar de su cuerpo todos los espíritus malignos que, durante años, atemorizaban a mis sueños de ser feliz. Simplemente, comencé a ver el mundo con otros ojos, algo que sólo me había pasado en las novelas de Julio Verne de mi infancia.
Ítaca siempre fue la residencia de un atormentado príncipe danés, donde un caballero loco guardaba su jumento y su adarga. La vida siguió rodando impasible, siguió meneando el café con la sal de la tristeza, y la realidad comenzó a alimentar los monstruos de mis mazmorras, a reabrir las heridas, a cerrar los bares y a abrir los hospicios. Descubrí que eras otro avión derribado en la selva, una ciudad abandonada en el desierto. Una baja en tiempos de guerra, devorada por tus miedos. Una hambrienta en busca de la cabaña de Hansel y Gretel, una autónoma de la esperanza, la chica triste de 1ºD, la roca que nunca veía el sol porque la batían olas interminables, una veterinaria de animales peligrosos, la equilibrista del alambre de las decepciones, una flor en un campo de ruinas.
Ya era tarde para mojar la pólvora. Así que yo, como supongo que tú, comencé a esquivar los besos y las heridas, aprendí a jugar entre tus monstruos sin liberar a los míos, comencé a levantar las murallas que debían proteger nuestros castillos del mundo, siempre el mundo. Desempolvé libros y manuales del joven explorador, para hacer fuego sin cerillas y una casa en el Polo Norte y, una vez más, me puse el cinto con dos pistolas de plástico y salí a ganarme una plaza en la parrilla de salida.
Y aquí estamos, tiempo después, con tantas heridas que los egiptólogos estudian el palimpsesto de mi piel. Que sigo parando el mundo con las manos desnudas, que he olvidado lo que no sabía, y ampliado en tres tomos la enciclopedia de todo lo que no sé. Que soy un muestrario de errores, una fe de erratas de quien vive en el mundo equivocado. Un desertor del escuadrón de los soñadores, un cobarde al mando de un ejército de espectros. Alguien que no quiere luchar, que ansía la paz, que lucha en una guerra sin mapas y banderas, que se hunde en el fango, que escala colinas, que pierde la fe todas las mañanas que no duerme contigo, que se siente perdido, equivocado, confundido y, pese a todo, nunca pierde las ganas de luchar. Aunque ni él mismo, a veces, lo sepa.
Y todo esto, todo, vale la pena porque tú existes.