El hombre invisible

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Fabian D. Cuesta, Lugares

A veces se te va la pinza. A veces sólo necesitas unas palabras, un momento de paz, una explicación. A veces recibes dos disparos a quemarropa sin saber qué ha pasado y sin chaleco antibalas. A veces sólo necesitabas palabras, palabras, palabras.

Es difícil explicar lo que pasa. Creo que hay demasiadas pocas personas que puedan entenderlo, por mucho que lo grite. A veces me caigo, con todo el equipo, con toda mi desesperación; busco señales y cierro las portas, aguanto las de once libras mientras me desarbolan, no devuelvo el fuego y me limito a dejarme llevar, a lamer las heridas que nadie conoce, a volver a subir la piedra a lo alto de la montaña.

Y me prometo una y mil veces no hundirme, me prometo tantas y tantas cosas que sé que no voy a cumplir, recoso este corazón apedazado que ya no es ni recuerdo. Todo en el silencio y la oscuridad.

Sigo sin entender muchas cosas, sigo sin entenderme, sigo sin saber la parte de la razón que se llevan los ángeles, ahora sí, completamente perdido en el bosque mientras los lobos huyen de mí.

Tan fácil y tan lejos, tan sencillo como seguir las reglas que me impongo tras los disparos, tan agujereado que ya no veo mi destino, sino caminar, caminar, caminar; guardar el dolor, la rabia, los errores y caminar. Porque pararse ya ha perdido su significado, y el paraíso es un sofá, música y tiempo para escribir, relatar las grietas de una vida de color esperanza, tachonada de una Vía Láctea de estrellas.

No es que esté mal este escrito, no es que nada de lo que aquí consigno deba tener sentido: simplemente es plática con este buen amigo al que abandoné en la isla de Nunca Jamás, y me escribe de vez en cuando para decirme que no me rinda.

Reglas. Reglas. Reglas. Al final todo se reduce a lo mismo. Pagar tus deudas, ser justo con los buenos, y tratar de evitar que los malos te den entre los ojos, o en el agujero que hay donde estaba el corazón.

Y no puedes decirle al mundo que quieres llorar y gritar, que las corrientes de aire te hielan de frío en pleno verano, que cada uno tenemos la realidad, los sentimientos y la percepción de que estamos en el bando equivocado, empuñando siempre una espada para cerrar con los enemigos, y rezando para que nada explote en el peor momento.

Difícil explicarle nada a gritos a un mundo que sólo mira a sí mismo, al que no le importa más que sus propias creencias, el dedo acusador, el yo por encima de todo, y esa visión, a tu juicio errónea, que todas las pruebas revelan como acusadora. Pero, ¿y si estás equivocado? Ellos siempre tan seguros, y tú tan lleno de dudas incluso con la sangre en tus manos. ¿Y si nada es así? ¿Y si todo es como te cuentan ellos, nada como crees tú?

Entonces vuelves a bajar la mirada (pero las cuentas siguen saliendo). Renuncias a tus sueños (pero los guardas en tu caja fuerte). Bajas las armas (la rabia te hace comprobar si están cargadas). Guardas al monstruo en el calabozo (cada día es más grande y poderoso). Pintas una mueca como sonrisa (te haces unas gachas con la tristeza invisible).

Y recuerdas la música, la poesía, el universo paralelo, todo lo que la vida te ha ido arrancando a disparos, a golpes, a silencios. Te preguntas si han sido ellos o si has sido tú. Sí, posiblemente has sido tú. Tú eres tu propio verdugo.

Y entonces, en ese momento, levantas el puente, cierras las ventanas y descuelgas el teléfono.