Cicatrices

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La vida cuesta, Marwan

Supongo que todos estamos hechos de cicatrices. Unos más que otros; unas, las cicatrices, más profundas que otras. Supongo que son cosas de la vida.

La mayoría de las mías hace tiempo que dejaron de doler, en condiciones normales. Una cuestión de supervivencia: las noches son muy largas, y el dolor a veces se paseaba sin demasiada compasión. Así que he conseguido no hacerle caso, preterirlo la mayor parte de las veces.

Aunque no siempre lo consigo. De vez en cuando se desbocan los caballos del dolor, se abren viejas o nuevas heridas y el día se puebla de fantasmas ululantes que asedian mi fuerte. Aparece el miedo.

Miedo al pasado. Miedo al futuro. Miedo al presente. Miedo al dolor. Miedo a los viejos errores en nuevos cuerpos, a la incertidumbre con sabor metálico en la boca. A ese nudo en estómago doloroso que avisa, entre luces rojas, que no hemos aprendido mucho. Tal vez nada.

Otra vez el manual. Otra vez el oficio de apretar los dientes y seguir caminando, cuando no se ve salida. De nuevo la trinchera, el miedo en el cuerpo, el frío en el alma, el futuro erizado de alambre de espinos y la eterna pregunta que, tantos años después, sigue sin respuesta: ¿Por qué?

Trato de hacer lo correcto en este manicomio, intento ser feliz y conformarme con lo que queda, cada vez menos. Y aun así, todo sigue costando demasiado, la vida pasa factura y la paz no deja de ser el espejismo del arco iris inalcanzable.

Leo las páginas del manual. Las reglas para no sentir dolor, para seguir caminando cuando no tienes respuestas, para llegar a Itaca y guarecerme en tus brazos de esta vida tormentosa. No quiero buscar respuestas siquiera, mucho menos hacerme preguntas que vuelven a abrir las heridas. Mejor la ausencia de dolor, mejor seguir la ruta de los pájaros los días que no encuentras la esperanza. Quizá te lleven a mejor sitio que la brújula.

Aparece el cansancio, el miedo. No queda más que confiar en tu oficio, en tu mala suerte y en esperar poco. Esperar que algún día, en algún lugar, algo salga bien y me redima de todos mis males. Hacía tiempo que no salía esa frase. Hacía tiempo que no brotaba el cansancio y el miedo de mis venas como si me desangrara por una herida invisible.

Los errores del pasado. La injusticia. Lo inmerecido. Los revolcones del toro que se ceba con el caído. La turba enfurecida que te apedrea. El egoísmo. La mala suerte. El pasado. El presente. El dolor. El miedo. El puto miedo. Esa sensación de estar tanto tiempo haciendo lo correcto para llegar por caminos errados, tarde y desfallecido, siempre caminando sin esperanza.

Es duro caminar sin esperanza. Sólo con el manual. Y en estos días, que creía haberlo encontrado una lágrima de esperanza, siempre aparece el miedo. Miedo a que me dé por vencido, miedo a rendirme, a caer otra vez ante las murallas de Troya. A resignarme sin la ambición de tus caderas.

Es entonces cuando me revuelvo, cuando decido que vale la pena morir intentándolo, cuando leo la página del manual que dice que nunca hay que dejar de luchar y vuelves a empuñar la espada, vuelves a reconstruirte con lo poco que queda para seguir luchando, para seguir caminando. Para seguir buscando paz. Para seguir buscándote.

Me queda, magro consuelo, el convencimiento de que Itaca está tras esa colina. Que tras sangre, sudor y hierro, alcanzaré su cima, porque siempre lo he hecho. Y entonces, veré la pobre y triste Itaca. O no: veré otra colina, y otra, y otra, y seguiré como Sísifo, empujando mi piedra, soñando contigo, tratando del olvidar mis errores y el dolor, pensando que todo tiene solución.

No me rindo. No me resigno a no ser feliz, no me resigno a no rendirme a tus pies, a no dormir entre tus brazos.

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