Domingo. Lluvia. Descanso obligado, por fin, aunque sin sueño ni sueños sirve de bien poco.
El mundo sería un lugar aceptable
de no ser por los domingos por la tarde.
Esa puesta de sol de la semana,
preñada de un lunes de café y oficina,
de monotonía, de tu ausencia,
del desahucio de una esperanza
que debe malvivir hasta el viernes,
donde vuelve para verte,
para abrazarte, para besarte.
Pero no los domingos,
donde quedan los abrazos partidos,
los besos mudos, y tus manos...
tus manos se quedan lejos de las mías,
los corazones se arrugan
y cargamos armas y bagajes para la siguiente guerra:
a veces, la partida nos hiere
tanto
como la espada,
la tristeza
o la pena.
Cuando seamos reyes
prohibiremos los domingos en que tú no estés.
Y los lunes, y los martes
y cualquier día en que no pueda abrazarte,
en que no estés durmiendo a mi lado,
quedará prohibido para desterrar las lágrimas.
Hasta entonces, odiemos los domingos
y todos los días en que no estés conmigo.