La vida en la trinchera acaba por pasarte factura. Todo lo que recuerdas de tu vida se reduce a pelear por defender la trinchera, a ganar tres metros más, a que no entren, y a arrastrar tu equipaje, tu lastre por el barro esos tres metros hasta la nueva trinchera. Muros de barro, salpicaduras de barro, olor a barro. Y a sangre y a pólvora.
Siempre peleando. A costa de los sueños, a costa del futuro. A costa de la ilusión. Solo, tremendamente solo. Luchando por ganar unos palmos, por asegurar tu futuro. Solo, siempre solo, disparando y arrastrando. Siempre solo.
Cierras los ojos, y apenas alcanzas a recordar, a vislumbrar el silencio. El olor de su piel, el aroma de su cabello, la caricia del sol en su espalda, su voz y su risa y su luz. Pero nada de eso existió jamás, nada de eso existirá. Sigue el estruendo, las explosiones, el tableteo de las ametralladoras de la vida. El barro que se mete en tu fusil, en tu mecanismo, en tu vida, y te agarrota, mientras anhelas su cuerpo tibio entre las sábanas, su respiración acompasada.
Pero estás solo, solo en la trinchera. Sin nadie que dispare contigo, sin nadie que tire de tu lastre, de vuestro lastre. Sin nadie que te ayude, Venecia sin ti. Sin poder compartir lo que ven mis ojos, lo que oyen mis oídos, lo que vive mi vida. Sin poder compartir dos tickets, sin poder decirte «de haberlo sabido», sin poder beber whisky con una mujer desnuda y en lo oscuro. Sentado a las puertas de tu corazón.
Solo, deteniendo el mundo con la punta de la bayoneta, que quiere irrumpir en tu trinchera y ahogarte, con toda tu debilidad como única fortaleza, con toda tu voluntad y casi ningún arma, casi ninguna esperanza; con esa certeza amarga de que cuando quiera el mundo te barrerá y no quedará nada de ti, ni de ella, y menos aún de nosotros, de vosotros. Mientras mi mundo se diluye, se escapa como arena entre las manos, se olvida de mí. Y sigo ahí, solo, sólo, defendiendo quién sabe qué sin saber por quien ni para quien. Sin una palabra al oído en la noche infinita del alma, sin una caricia en el vacío absoluto. Añorando los sueños que nunca conseguiré. Y nadie se da cuenta de nada. Nadie acudió a la llamada de auxilio. Nunca acude nadie a las llamadas de ayuda de los huérfanos de esperanza. Ni siquiera tú. Solo otra vez, en la trinchera, defendiendo a nadie de nada. Tirando del lastre hasta la próxima línea.
El corazón se conforma con lo que pueda conseguir. Aunque en la trinchera a veces eso no basta. Ahora mismo eso no basta. Ahora mismo mi corazón necesita de tu corazón.
Defender a nadie de nada es como la ilusión en el espejo, que nos devuelve una imagen de nosotros mismos que desconocemos, no se quién está al otro lado, pero algo que nos conciernte , que es del uno mismo, nos obliga a mantener la mirada y quizá nos podamos preguntar, qué hago yo en esta trinchera.
Mientras uno se pregunta qué hace en la trinchera, significa que aún está vivo. Que la guerra, que la vida no te ha embrutecido hasta ser un monstruo, un animal sin sentimientos. No podemos dejar de preguntarnos si todo vale la pena, si uno mismo vale la pena.
Pero, al menos, aún seguimos vivos.