Me había prometido no escribir. Me había prohibido esta válvula de escape, este último refugio para cuando el tiempo arrecia.

Todas las noches, metía los dedos en mis heridas. Algunas, ya lo debíais saber, brillan en la oscuridad.

Todas las noches, miles de pesadillas y recuerdos ululan y gritan en círculo a mi alrededor, lanzando sus flechas y sus invectivas, que se clavan en mi caravana mientras yo cuento las balas y no disparo.

Todas las noches repaso las heridas que inflijo, el dolor que causo a esa persona que no lo merece en este mundo. Todas las noches busco razones para levantarme a la mañana siguiente y enfrentarme al mundo. Raro es el día que las encuentro, pero aun así, hábitos aprendidos, cargo mi fusil, mis botas, mi cuchillo, los tristes bagajes que me han defendido del mundo durante tantos años, y salgo dispuesto a durar un día más. Sólo un día más.

El mundo. Sigue rodando ahí afuera. De alguna manera, le tenía tomada la medida y me sabía mover por él. Pero me he cansado del mundo. Empiezo a hartarme del mundo demasiado. Y el día que te cansas, es el día que pierdes.

Así que entra 2024 en tromba, sin respetar canas ni buenas intenciones. Te vapulea y, tras hacerlo, se gira y se te ríe en las barbas. Acaricias la madera del fusil: se va a llevar lo suyo. Me sacarás con los pies por delante, pero vamos a reírnos un rato. Todos.

Apuras tu segundo café, te levantas y le dices: ven.

Tienes ganas de gritar. Tienes ganas de llorar. La rabia exuda por todos tus poros. Pero no es lo inteligente. No llegamos hasta aquí por ese camino. Llegamos hasta aquí porque quisimos llegar. Equivocados o no, fue este nuestro destino, y aquí estamos.

Cansados o no, acertados o errados, lo que fuimos fuimos.

Y este año, el mundo y sus secuaces no van a poder conmigo.

He vuelto.