¡Qué pena no saber escribir como él! Se me ha roto el hueso de la poesía, ahora que esta guerra me ha vencido, poniéndome contra las cuerdas. Yo, que en otro tiempo, en otro lugar, rendí a mis pies ejércitos de bestias y hombres, y ahora la vida me tiene baqueteado, con las fuerzas mermadas y la cabeza dispersa en mil sitios.
Y aun así, aun sintiendo en los músculos mil punzadas de dolor de las saetas de la injusticia, hasta hundido en el barro y desahuciado por enemigos y abandonado de amigos; aun en estos momentos de profunda oscuridad, sigue tu luz, tu ausencia, tu mera existencia sacando de mí las últimas fuerzas, poniendo en marcha las arrumbadas máquinas que en un pasado fueron terribles, poderosas, infatigables. Y ahora vuelven a empuñar la espada para morir por ti, para acercarse a tus labios. Para decirle a este mundo que seremos nada, pero una nada con alma y corazón invencibles, una determinación implacable a romper hasta el último de nuestros miembros, hasta el postrero hálito de esperanza, en el loco y vano intento de dormir a tu lado.
De saber que mis ojos serán lo primero que vean tus ojos. Saber que esta noche serás mía en un infinito abrazo; que el mundo se reduce a tú y yo si estás conmigo, y al vacío si no te tengo a mi lado. La esperanza de despertar oyendo tu voz, el abrazo tuyo en la oscuridad, tu voz rescatándome de lo profundo de mis pesadillas, la certeza de que caminas a mi lado cuando cierro los ojos.
¡Qué pena saber que nunca fui nada! Pero sin dejar de creer que podía vencer al mundo si estabas a mi lado, de que podía correr por el Bilbao viejo si cogías mi mano, que el fragoso océano rugía de celos porque estábamos abrazados, que ni tormentas ni desatados vientos podían arrastrar las palabras que te decía al oído. Qué pena que mi corazón, mi mente, mi alma se agosten en esta travesía infinita por todos los desiertos del planeta, y que sólo tú seas el agua que me da vida.