Sigue siendo un mal día.
Hoy ha venido una enorme araña negra, con unas enormes y aterradoras patas ha penetrado profundamente en todo mi mundo, y nada ni nadie ha podido evitar que el mundo se tornase grisáceo como una carretera secundaria, que se perdiera las ganas de luchar, y toda la historia de mi vida se fuera desangrando por los imbornales de mi desencuadernado galeón. Hoy me he sentido rendido.
Y luego he vuelto dos horas a lidiar con mis monstruos. En silencio, rodeado de indios y americanos, sin saber cuáles son los buenos. En silencio, con poca luz, todo esto tenía sentido, sonaba mejor en mi cabeza. Pero he llegado aquí, siempre por caminos errados, y ahora estoy tan vacío que el viento dibuja espirales con el polvo de mis sueños rotos, y las palabras siguen escondidas en los retorcidos recovecos de mi alma, y se niegan a asomar sus ojos de caracol.
Estos días me he acordado de todo lo bueno, de todo lo grande que hubo y construí, a base de esfuerzo sin contabilizar y sin medida alguna, como mandan los cánones. Un verdadero océano que comenzó tan lejos y hace tanto, y se derramó ciego, incansable, imposible en este universo. Tanta guerra y tantas balas y tantas heridas, todas de bala de plata para matar hombres lobo, que dejaban cicatrices con forma de estrella, que se iluminan por la noche, ya como un enorme y deslumbrante faro que atrae a las polillas y aleja a los navegantes, advertidos de los escollos que me pueblan.
Pero hoy, rodeado de mis monstruos, que ya no me importan tanto, he repasado los mil errores. Algunos de ellos seguían hoy acompañándome, recordándome que se agostó el venero de mi esperanza en parte por mi culpa. No, siempre y sólo por mi culpa, por dejarme vencer por miedos, egoísmo, ira. Por derribar mis murallas y ponerme a la venta con carteles de saldo, por no saber tantas y tantas cosas.
Egoísmo. Miedo. Ira. Así comienza mi lista de pecados capitales, y ahora sólo quiero huir, ahora que Madrid sigue llamándome, la poesía sigue llamándome, mi deber sigue llamándome sin cesar a un teléfono que suena y suena martilleando mi cabeza, mi conciencia y la imagen de tu risa en mi memoria.
Porque sólo quiero poesía, música. Sólo buscaba caminar por un Madrid destrozado por las bombas, con un fusil en una mano y tu mano en la otra, caminando entre los escombros hacia una noche donde descansar mi alma a tu lado. Todo sigue sonando en mi cabeza, absolutamente todo en una abigarrada cacofonía donde cada sonido tiene el color y la textura de los costurones, de la bregadura, de las señales de ti que aún conservo en mi piel, que han durado más que nosotros.
Y sigo sin encontrar explicación a todo lo que me rodea. Si yo – que nunca afloje. De noche angustiao. Me encierro a llorar. Decí, por Dios, que me has dao. Que estoy tan cambiao. No sé más quien soy. Y ahora me siento como un San Sebastián asaetado, como una canción que, hecha pedazos, aún es un tango triste y melancólico que te mantiene en la pista de baile. Me siento como quien se ha equivocado tanto que podría escribir una biblia apócrifa de pecados veniales y mortales, de qué no se debe hacer en cada momento en que la vida te pregunta, y yo me giro y sigo soñando con alguien a mi lado que no duela, con alguien que me despierte con besos en la espalda, con quien no pida más que aquello que puede dar el que no tiene nada, el que se vació en vano intento de encontrar el fondo de tu corazón.
Efectivamente, esto sonaba mejor en mi cabeza.