La caja de Pandora

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Afronto un difícil reto: escribir algo alegre. Todo lo que suelo escribir por placer, por amor a la escritura, suele ser ligeramente triste. Será porque, cuando hurgo en mi interior para sacar material escribible y fisionable, sólo saco remordimientos, culpas y anhelos infantiles mal curados.

Pero debo de ser más feliz de lo que cuento. Cuando vivo, cuando los hechos consuetudinarios que acontecen en la rúa me acontecen a mí, no me doy cuanta de nada eso. Cuando me centro en mi día, cuando lucho contra molinos, cuando como dátiles bajo una palmera, cuando cazo gallinas sin rito alguno, no me acuerdo de nada de eso: estoy centrado en mi misión, dedicado en cuerpo y alma a mi objetivo, sea el que sea.

El problema viene cuando acabo en la trinchera y vuelvo a casa, al sofá, y enciendo la tele. Me siento como el inicio del manual de instrucciones de las Historias de Cronopios y de Famas, de Cortázar. La tarea de ablandar el ladrillo.

La felicidad está en esas pequeñas cosas, en esas ganas de seguir peleando, de salir con las ganas de jugarse la vida cada vez que abres la puerta de tu casa, de sacarle jugo a los ratos muertos de nuestro tiempo.

Debo ser bastante feliz, por mucho que me empeñe en negarlo. Vivo porque me quejo, me quejo porque vivo, y aún queda fuerza y coraje para aguantar el timón y seguir buscando esa playa.

Y si me ahogo, lo haré sabiendo al menos que me dirigía hacia la orilla.

De las dudas infinitas, Supersubmarina

La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero «Hotel de Belgique».
Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien.
Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el café.
Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete paso. ¡Oh, como cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina.

Cortázar, Historias de Cronopios y de Famas

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