Hay días que no merecen ser olvidados, y éste es uno de ellos. Llevamos una mala racha desde hace tiempo; digo llevamos y sólo estoy yo y mi circunstancia, un triste y su sombra que no se atreve ni a ser gris.
Se abrieron las puertas y entraron los demonios a lo más recóndito de mi casa, y ahora ya no queda nada que pueda cobijarme, nadie que pueda consolarme. Tan solo unas paredes que delimitan los gastados caminos a seguir para seguir viviendo de A a B.
Y hoy se ha roto todo de una manera que era inevitable. Al final no queda sino el agujero de la santabárbara que había en mi corazón. Hoy todo, absolutamente todo, ha ido cayendo en el silencioso estrépito que hacen los árboles que caen solos en el bosque. Uno a uno han ido cediendo todos los muros, han quedado a la vista las impúdicas vergüenzas, y lo poco que quedaba en pie se ha ido viniendo abajo en el más perfecto anonimato.
Ésta es la sensación de los accidentes sin remedio, de los asesinatos a sangre fría, de los condenados a muerte que fuman su último pitillo sabiendo que hoy es el día.
No sé lo que queda. De verdad, no sé lo que queda. Ahora mismo, sólo queda una última resolución inquebrantable, un testigo de aciertos y errores, y una certeza que me cruza del corazón a la cabeza y me abre una cicatriz por la que se ve el dormitorio de Satán.
No me pienso rendir ante nadie ni nada. No queda sino batirse, y ser fiel a lo que me hizo lo que soy, a quien siempre se la jugó conmigo a 5 en la ruleta rusa.